miércoles, 28 de julio de 2010

LUNA DE PAPEL




Hoy durante una nueva revisión que le hacía al proyecto de novela en el que he estado enfrascado, recordé sin razón la noche en la que me quedé corto de palabras mientras hablaba de la luna con una amiga, sin olvidar el instante en el que me pidió que escribiéramos a dos manos, versos cortos de nuestra autoría para construir con ellos, en su cuaderno y en mi libreta, poemas de borrón y cuenta nueva.

Esa noche no nos importó la delgadez de la temperatura, ni los cabellos húmedos de la niebla. Sólo queríamos escribir, pero con el primer intercambio de versos, me di cuenta de que iba en contravía, y que éstos no eran suficientes para quedarme en ella.
Morella (así se llama mi amiga), me pidió con un beso inesperado, que le inventara una historia de amor y de vampiros, petición que me hizo pensar, que si lograba construir algo interesante, tal vez podría alargar una velada que parecía terminar sin haber comenzado.

Mientras escribo estas líneas, asocio mi incapacidad para escribir versos, con mi amor vacilante de esa noche, pero recuerdo complacido, que la luna me miraba, y que eso bastó para creer que con el planteamiento literario en el que desarrollaría la acción principal del prólogo narrativo de la historia, podría ir tejiendo un nudo interesante con el que esperaba cautivar a Morella ahora que nuestra relación perdía interés para ella:

“Llevaba varias noches observándote a través del follaje que separa tu casa de mis dominios, tantas, que empecé a considerar, que moriría antes de que pudiera saber que se siente al compartir tu lecho.
En una de mis visitas nocturna, supe que estabas al tanto de mi presencia, y que para aumentar mi agonía, colgabas de tu ventana una lámpara que dibujaba con sus destellos en la penumbra, la silueta de tu desnudez distante.
Desde el fondo de la noche imaginé tu piel llena de letras y de frases inconclusas, tu yugular henchida de vida, la dureza de tus pechos deseados, mi marcha triunfal a través de tu cintura estrecha, y la suavidad de tu vello púbico delineando la topografía de un puerto en cuyas aguas esperaba arrojar las anclas de mi amor silente, pero el sol apareció... y no volví a saber de ti”

Asumiendo que Morella estaba satisfecha con el desenlace de este híbrido literario, guardé silencio, y fue entonces cuando me preguntó confundida, que si había terminado su historia. Le contesté con vergüenza que sí, que el vampiro (mi alter ego), seguramente iba a continuar observándola en las noches, aunque no descartaba la posibilidad de que se hubiera muerto.

Este final sin restitución del equilibrio, la llevó a considerar que no había valido la pena aguantar tanto frío sin besos con sabor a vino, sin poemas, y sin una historia que hablara de nosotros. Todo terminaba abruptamente, pues mi amor de narrador protagonista, no emergió para decirle que la amaba. En esta historia que también era la mía, ni siquiera me había comportado como el Nosferatu quebradizo de Herzog. En mi amanecer, yo era tan solo un mortal acobardado, que descubría en la soledad de la habitación de huéspedes, que Morella esperó ser amada, pero que por culpa de mis irresoluciones, se extraviaron sus deseos y los míos, en los laberintos de una historia sin estructura y sin final, narración que de haber resultado interesante, tal vez me hubiera permitido tener en la billetera una fotografía suya, y la promesa de su amor escrita en el anverso.

Luis Carlos Bonilla Sandoval

domingo, 25 de julio de 2010

LOS OLORES DE MI BARRIO


















En mi barrio las calles sudan partidos de fútbo y rock de los Stones.
Las esquinas huelen a películas contadas por barras de muchachos
y a cigarrillos perseguidos por el policía de siempre.

A primer amor huelen sus zaguanes, a despedidas eternas sus quicios.
El teatro de mi barrio huele a cinéfilo solitario, a cinta recortada,
a cigarrillo sus cortinas y a detergente sus baños.
A novios huelen sus rincones y a portero con linterna, la platea y galería.

El estadio huele a clásico, a gol anulado sus calles,
a rata muerta envuelta en periódicos del lunes huelen sus jueves,
los viernes a aguardiente salsa y guaracha,
y cuando llega el sábado y se apagan las luces, mi barrio huele a mujer, ganas y besos.

La avenida huele a marica sempiterno, al olor del que busca y al temor del que es buscado,
sus bares huelen a canciones del Jefe Daniel, de Cortijo y Charlie Figueroa,
el billar huele a Laserie y a boleros de Ledesma.
En mi barrio Gardel no ha muerto. Todavía huele a gomina.

En mi barrio los Long play huelen a historias reinventadas en muchas amanecidas,
huele a radiola triunfante, a sudores perfumados,
y a los besos clandestinos de la mujer del vecino.


Luis Carlos Bonilla Sandoval

Fotos: Luis Carlos Bonilla Sandoval

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